José “Pepe” Mujica murió a los 89 años, dejando atrás una vida que pareció escrita para el cine: guerrillero tupamaro, preso político durante 14 años, sobreviviente de seis balazos, presidente austero, filósofo de la calle y figura global respetada más allá de ideologías. Su fallecimiento fue confirmado por el actual mandatario uruguayo Yamandú Orsi, a quien él mismo había apadrinado en la política.
Mujica anunció en 2024 que padecía un cáncer de esófago. En enero de este año, comunicó que la enfermedad se había agravado y pidió que lo dejaran en paz, en su chacra de Rincón del Cerro, rodeado de naturaleza, libros, recuerdos y su inseparable compañera Lucía Topolansky. Allí murió este martes, sin haber podido votar en las últimas elecciones, pero sabiendo que su legado político seguía vivo en el Frente Amplio y en su sucesor.
Dejó una marca imborrable. Fue el presidente que renunció al protocolo, que vivía en una casa modesta y donaba su sueldo, que legalizó la marihuana y el aborto, y que jamás escondió sus heridas del pasado. “La presidencia fue una pavada comparado con todo lo demás”, dijo alguna vez. Tenía razón: Mujica no gobernó desde el mármol, sino desde la tierra. Su figura trascendió la política uruguaya para convertirse en un símbolo mundial de integridad, coherencia y humanidad.